domingo, 22 de agosto de 2010

Juro que no quiero contradecirte. Yo también quiero que te vayas de mi cabeza. Pero no resulta. Y encima me inunda una tristeza irresoluble. Eterna. Inútil. Te veo, en cada lugar, en la noche sobre todo. Con tu barbita sin afeitar, con tus ojos penetrándolo todo. Y no sos vos. Es cualquiera. Tantas caras y ninguna significa nada para mí. Con sólo un segundo de la tuya me latiría de nuevo el corazón. Pero no aparecés. Empiezo a añorar la cercanía también de tu cuerpo, tus pies moviéndose junto a los míos, tus manos entre mis dedos. Y no sabés la tristeza que me invade. ¿Cómo se hace? Para que no duela más. Nunca me pasó. Pero te extraño. A vos. Todo. Tu mirada. Tu voz. Nuestras charlas. Los abrazos. Tu sombra junto a la mía. Los días de verano en que nos conocíamos. Todo. Tu inquietud, tus ganas, tu aire nostálgico, tu sonrisa mezcla de amor y vanidad, tus malos recuerdos, tu preocupación, tu casa, tu vereda, tus amigos, y tu inseguridad y temor que nos derrumbó. Hasta eso extraño.
Mientras vos no recordás ni mis ojos, ni mi teléfono, ni las ganas que siempre tuve de estar al lado tuyo. Eso no me lo podés negar. Siempre estuve ahí, siempre te lo demostré. Y te seguí. Te invité. Te recibí, te acompañé, te mimé y resguardé. Ahora esto es lo que queda, un negro, inmenso, desierto; un mar que se hizo laguna y ya se evapora sin que siquiera te des cuenta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario