miércoles, 24 de agosto de 2011

Esa noche me acomodé en silencio a su lado, con la esperanza de que ese gesto pasara desapercibido. Como si pudiera...
Con su cara en la almohada, abrió los ojos. Y dijo, como si le hubiese quedado atragantado ese comentario desde horas atrás: "Ese vestidito al viento debe ser un alboroto". Sí, "un alboroto" dijo. Me llamó tanto la atención, y me sedujo a tal punto (porque en realidad acostumbraba a estas cosas pero no hacia mí con tanta dirección e intimidad) que tuve que escribirlo preventivamente frente a mi escasa memoria. La cuestión es que le respondí un par de idioteces, ya que, para variar, las mejores respuestas no se me ocurrieron en el momento indicado, sino mucho después. 
Y me habló (¿podría decirse, "inocentemente"?) del vuelo, de la transparencia, de la forma, no sé, no quisiera sugerir acá cosas que él no me dijo, pero podría quizás afirmar que me deslizó un par de insinuaciones. Desde ese momento (y por qué no decir, un poco antes ya) no pude evitar imaginar nuestro encuentro, el choque desenfadado de los cuerpos, las posibles palabras que lo llevarían hasta mis brazos. También me detuve en cada frase sugestiva, en el posible cruce de miradas, en una huída fugaz, en un cuerpo a cuerpo sin tapujos, y un ya calmo y ansiado desenlace. Intenté adivinar cómo sería, de qué manera besa, abraza, acaricia, si realmente sería un arrebato violento el despojo de ropas, o más bien una cándida fluidez. Le puse palabras a su boca, las esperadas, las correctas, las que me harían saltar sobre él. Le dibujé emociones y una comunicación determinada a ese contacto sorpresivo, indebido. Se me presentó hermoso y libre, relajante. Se me presentó también lejos, inalcanzable, ante la inevitable mirada de Ella. Pero, aunque no a él, si a algo hice mío, fue a la libertad de pintar de imaginación la espera.

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